Ximena y su mamá vivían en un departamento chico, más chico que una cáscara de nuez. Al lado, había una veterinaria, y en la veterinaria, un cachorro de color chocolate que movía la cola cada vez que la nena entraba en el negocio. Ximena lo llamaba Bombón.
—Qué nombre más raro le pusiste —dijo la madre.
—Es que parece un bombón de esos que hay en el quiosco de la esquina —contestó la hija—. Ma, ¿no me lo comprarías?
—Imposible, hija, el reglamento del edificio no lo permite —contestó la madre, y dio el tema por terminado.
Un día, la señora le dio una noticia.
—Nos mudamos —dijo con una gran sonrisa.
Y Ximena pensó en Bombón. Ya no podrían verse todos los días. Pero como su mamá parecía tan contenta, no dijo nada.
El día de la mudanza, la nena y el cachorro se miraron con tristeza.
—Vamos, hija —dijo la mamá—, no me hagas perder tiempo que tenemos que acomodar las cosas.
A Xime le gustó la casa nueva. Tenía mucho sol y un gran patio.
—Pero está triste —dijo.
—¡Ja, ja! ¡Qué ocurrencia! —se rió la madre.
Después, mientras ordenaba los útiles de la escuela, a la nena se le ocurrió una idea.
—¿Cuándo vienen los pintores? —preguntó.
—Mañana.
—Entonces, ¿puedo dibujar en las paredes del patio?
En cuanto la mamá le dijo que sí, Ximena salió y con tizas de colores, dibujó una casa, un bombón de chocolate y dos corazones. Al día siguiente, cuando volvió del colegio, fue al patio a jugar con sus tizas. Allí, la esperaba una sorpresa.
—Bombón —gritó mientras abrazaba al cachorro.
—¿Alguien quiere darme un beso? —preguntó la madre con una sonrisa.
—Yo, mami, muchas gracias. Ahora, sí que el patio está alegre —dijo Ximena.
Y, aunque parezca imposible, en ese momento, de la chimenea de la casa que había dibujado, salió un humo dorado. Un humo que subió suave, ligero, con la alegría de las pompas de jabón.
FIN
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