Esta historia empieza con un huevo. Eso no sería tan raro, porque, en realidad, la mayor parte de las historias empiezan con un huevo. Lo raro de esta historia es que también termina con un huevo; eso la convierte en una historia peligrosa.
El primer huevo, el huevo del principio, es el huevo de un Tragapantavoracissimus, más conocido como monstruo tragón. De modo que esta historia empieza con un huevo lisito y brillante, entre rosado y violáceo, de cáscara casi transparente y de medida estándar: dieciocho metros de alto y catorce de ancho, o bien catorce de alto y dieciocho de ancho (convengamos que no es fácil medir un huevo).
Hasta aquí, nada raro. Hasta aquí, todo normal.
El Tragapanta rompió el cascarón con su diente único y poderoso y nació (o algo así, con los tragapanta nunca se sabe).
Corrían tiempos difíciles para los monstruos tragones. Me refiero a que no era fácil conseguir comida, y menos que menos comida sana, nutritiva, buena de digerir.
Los plesiosaurios, por ejemplo, que abundaban —y mucho— por ese entonces, nunca les cayeron del todo bien a los tragones. Bastaba que se comiesen un plesiosaurio en ayunas para que se pasasen regurgitando todo el santo día.
Tampoco les resultaban demasiado codiciables los tiranosaurios: las escamas de la nuca y sobre todo la cresta dentada les raspaban dolorosamente la garganta.
Las piedras que arrojaban día y noche los volcanes, aunque sabrosas, no les significaban más que un aperitivo, y cada vez era más difícil cazar al vuelo algún que otro globital, esos bellos pájaros de escamas brillantes y carnes tiernas que anidan en las nubes del atardecer. En fin, que la vida no empezó demasiado bien para el monstruo de nuestra historia.
Pero, con todo, nació. Y nació dispuesto a todo. Quiero decir que, en cuanto nació, empezó a tragarse el mundo. (Tampoco eso tiene nada de raro: todos empezamos a tragarnos el mundo en cuanto nacemos.)
El pobre tenía demasiada hambre y muy poca comida. Y, peor aún: no hubo ninguna madre tragapanta que anduviese de aquí para allá acarreando pterosaurios en el pico. Los monstruos tragones nacen huérfanos, pobrecitos, y tienen que vérselas a solas con el mundo desde el primer momento.
Bueno, para hacerla corta: empezó por dos o tres dinosaurios que encontró al paso. Siguió por la montaña en cuya ladera estaban aún diseminados los trozos más rosados y más brillantes de la cáscara del huevo. Avanzó sobre un valle lleno de pterodáctilos. Se tomó tres océanos de un solo sorbo. Para la hora del almuerzo ya había tragado la cadena montañosa más elevada de la época, incluidos los animalejos que vivían en sus grietas. Merendó siete bosques recién nacidos y se bebió, uno a uno, los trescientos mil ríos, riachos y arroyitos que antes fluían hacia los mares y que ya para esa hora, a falta de mares, andaban de acá para allá, vagando como perdidos. Al caer la noche ya se había tragado todo el planeta, y todavía sentía el estómago vacío.
Emigró hacia el sol y se lo tragó de un trago. El resto de los planetas y todas sus lunas le sirvieron de postre. Se supone que esa noche durmió tranquilo: afuera estaba oscuro y la panza se sentía tibia, con el sol adentro.
Se sabe que emigró después hacia otros puntos de la galaxia, y luego hacia otras galaxias, llenas de puntos.
Eso sucedió hace mucho pero mucho tiempo. Los eructos y los suspiros del tragapanta van señalando el paso de los años.
Y no habría de qué asustarse. Acá adentro todo anda más o menos bien. Seguimos teniendo un sol que brilla (siempre y cuando no amanezca nublado). Hay estrellas, bosques, volcanes. Los ríos fluyen otra vez hacia los mares. No hay dinosaurios, es cierto, pero al menos hay monos, yacarés, leones. O tan siquiera gatos y perros, canarios, tortugas. No está tan mal vivir acá. O no estaría. Lo malo es lo que está por suceder. O, mejor dicho, lo que sucedió esta mañana.
Según el noticiero de las ocho —que, como todo el mundo sabe, sólo se apoya en fuentes fidedignas—, acaba de aparecer un huevo entre rosado y violáceo en la ladera sur del Aconcagua. Lisito, brillante, de cáscara casi transparente y de medida estándar.
FIN
© Graciela Montes
En Cuentos Argentinos. Antología para gente joven,
Alfaguara, Buenos Aires, 1998.
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